Los vecinos de Cristina


Karen Cancinos

La impasibilidad ante el sufrimiento ajeno justifica el crimen y refuerza la impunidad.

Las últimas dos semanas escribí sobre algunas diferencias entre los candidatos que se disputarán la presidencia el 6 de noviembre. Sin embargo, por higiene mental y luego del espectáculo que nos propinaron el lunes, dejaré ese tema a un lado. No me sorprendieron la absoluta falta de respeto a las normas, la demagogia y la chabacanería del saltimbanqui Baldizón: siempre ha sido un patán. Pero me dio pena ajena el silencio vergonzoso de Pérez respecto a los cientos de miles que recibió de MDF, el millón en un año para su hijo en este gobierno, la carretera nueva frente a su casa de playa…

Dejemos entonces a los politiqueros con sus mezquindades y cambiemos de tópico. Sugiero que pongamos la mira sobre unos actores del caso Siekavizza hasta ahora poco mencionados, pero que a mi juicio merecen más reflexión por nuestra parte, no por la ejemplaridad de sus conductas sino porque quizá sean estas un reflejo de la suya y de la mía. Me refiero a los vecinos de Cristina.Por la ampliación de la declaración de Petrona Say, empleada de la casa, se sabe que la noche del 6 de julio Cristina Siekavizza discutió con su marido, el prófugo Roberto Barreda de León, y este la golpeó muchas veces. Por respeto a su memoria y a su familia no me centraré en los detalles sórdidos que la prensa ha consignado, pero debo necesariamente hacer alusión a un hecho de esa noche trágica: la joven señora gritó pidiendo ayuda. Si hemos de creerle a la señorita Say, Cristina suplicó que alguien la auxiliara…. durante dos horas. Gritó incluso desde el balcón de su casa, así que algunos de los vecinos pudieron oírla. Según los medios de comunicación, algunos de ellos han admitido haberla escuchado.

Ahora bien, ¿qué hicieron ante los gritos desesperados de una mujer que, hasta donde se sabe, terminó siendo asesinada a golpes? Nada. Eso me asusta, porque los vecinos de Cristina no son gente distinta al grueso de los guatemaltecos: no mejores, no peores, no más solidarios que los demás, ni más indiferentes. Así que su conducta hizo cuestionarnos en casa acerca de si nos comportaríamos igual en una situación similar.

Llegamos a la conclusión de que sí. Eso nos hizo recapacitar. Así que, en familia, tomamos la decisión de no caer en una negligencia que, sin exagerar, puede ser tachada de criminal. Si bien no podemos, ni debemos, ni queremos, inmiscuirnos en pleitos matrimoniales ajenos, dictaminar cómo debe el prójimo llevar sus relaciones afectivas, o resolver la existencia de los demás, sí tenemos la obligación moral de no desatender los rasgos de interacción de nuestra comunidad más inmediata, llámese barrio, condominio o edificio. Porque la impasibilidad ante el sufrimiento de otros no hace más que justificar la maldad de quienes los hacen sufrir. Porque la displicencia que desplegamos cuando se cometen delitos ante nuestras narices no hace más que felicitar los actos antisociales de los criminales. Porque hacerse de la vista gorda ante el maltrato a los débiles sólo apuntala a los abusadores y, peor aún, refuerza la impunidad que corroe y envenena la convivencia. Porque la solidaridad no es un eslogan politiquero sino un sentido de responsabilidad respecto a nuestros semejantes, vecinos incluidos.

Artículo publicado en el diario guatemalteco "Siglo 21", el día viernes 21 de octubre 2011.