"¡Al Colón!, ¡al Colón!"

EL TEATRO COLON en 1912, durante la presidencia de Roque Sáenz Peña

A lo largo de cien años, el Teatro Colón funcionó como un poderoso legitimador para artistas de diversas procedencias. Luego de cuatro años de trabajos de restauración, la gran sala lírica prepara su reapertura en ocasión de los festejos por el Bicentenario.

Por: Gustavo Fernández Walker

1. El símbolo

El Teatro Colón es un símbolo tan poderoso de la ciudad de Buenos Aires que hasta comparte con ella la marca de una doble fundación. Su nombre mismo parece conservar algunos ecos lejanos de aquel pasado mítico. El viejo Teatro Colón de la Plaza de la Victoria –la actual Plaza de Mayo– había sido inaugurado en 1857 y cerró sus puertas en 1888, con la promesa de una reinauguración coincidente con el 400° aniversario de la llegada a América de aquel Colón en recuerdo del cual la sala fue bautizada. Por diversas razones –desde complicaciones administrativas hasta misteriosos crímenes, pasando por las infaltables crisis en la economía– la inauguración del edificio de la calle Libertad se demoró hasta 1908. Pero lo cierto es que, casi un siglo más tarde, la reapertura de esta nueva versión 2.0 del Teatro Colón coincide con otra celebración trascendente: el Bicentenario de la Argentina. Para reforzar la mística, no deja de ser curioso, en un pueblo futbolero como el nuestro, que el telón cayera en 2006 y volviera a levantarse, remozado, en 2010: un compás de espera de cuatro años, exactamente el lapso que separa dos Copas del Mundo.

Es igualmente significativo que la última función, aquel 1° de noviembre de 2006, haya tenido como protagonista a un referente de la música popular como Mercedes Sosa. En parte porque el Colón, en sus más de cien años de historia, funcionó, entre otras cosas, como un poderoso legitimador para artistas de diversas procedencias. Y más todavía: volviendo al fútbol, es conocida la anécdota respecto de los cantos de las hinchadas que pedían "¡Al Colón!" para las grandes figuras de sus equipos. Y si bien jamás se concretó el picadito en el escenario que esos cantos parecían promover, más de una vez se escucharon reclamos que manifestaban que la sala del Colón era profanada por artistas o espectáculos tanto o más indignos de semejante marco que un partido de fútbol. Por caso, no deja de ser curioso que el mayor teatro sudamericano lleve el nombre de "Colón", mientras que el más importante torneo deportivo del continente se llame "Libertadores de América". Opera y fútbol, incompatibles hasta en la nomenclatura.

Bromas aparte, hay un episodio fundante de esa supuesta intromisión de las artes populares en lo que se supone un templo de la música clásica, y se trata de un detalle pintoresco (o sintomático, según cómo se lo quiera ver). En la década del 30, durante los festejos de Carnaval en los que la platea se convertía en un salón de baile con orquesta en vivo, las enormes barras de hielo suspendidas sobre la sala, que funcionaban como sistema de refrigeración, arruinaron el diseño original que Marcel Jambon había creado para la cúpula. Acaso los ecos de esa módica tragedia repercutieron en 1972, cuando la instalación del actual sistema de aire acondicionado fue recibido con una importante cuota de temor y sospecha: el brusco cambio en la temperatura de la sala, indispensable para tolerar veranos cada vez más calurosos en Buenos Aires, podría –alertaban algunos– acabar por dañar la intangible acústica del Teatro.

Afortunadamente, el daño tan temido no ocurrió y, dicen los especialistas en el tema, tampoco se corre el riesgo de que ocurra en esta nueva y mayor intervención sobre el edificio. En todo caso, lo cierto es que, invariablemente, un teatro como el Colón –un verdadero milagro por su acústica, sus dimensiones y su tradición, en su particular ubicación geográfica– parece condenado a despertar, entre muchas otras emociones, la del temor a perderlo. En los cuatro años que pasaron entre su cierre temporal y su inminente reapertura, era frecuente encontrarse con personas que se manifestaban genuinamente tristes ante su ausencia, y que ahora celebran, sin sobreactuaciones, la recuperación de ese espacio. Gente, en muchos casos, que nunca fue al Colón, y que acaso no vaya nunca, pero que, de todos modos, siente al edificio de la calle Libertad como algo propio. Como se dijo al inicio: el Teatro Colón es un símbolo tan poderoso de la Ciudad de Buenos Aires que no sólo se mantiene gracias al aporte impositivo de sus habitantes. También se alimenta de sus expectativas, sus ideas, sus anhelos.

2. La música

Deliberadamente, las cuestiones musicales quedaron afuera de la primera parte de esta nota. No porque se las considere secundarias –al fin de cuentas, son la razón de ser de un teatro de ópera, ballet y conciertos– sino para reforzar, por si hiciera falta, la idea de que la importancia del Colón va mucho más allá de lo meramente artístico. Se podría escribir mucho acerca de ese otro aspecto del Teatro, fundamental para comprender no sólo su fascinación, sino también varios aspectos de la cultura y la historia argentinas. Pero, claro, resulta imposible soslayar la música, los artistas, los artesanos que contribuyeron a forjar esa historia. El primer vuelco importante en la historia del Teatro Colón tuvo lugar en 1925, cuando lo que era un escenario que albergaba los espectáculos de compañías extranjeras a los que se les otorgaba la sala en concesión pasó a ser un teatro dependiente de la Municipalidad de Buenos Aires, con sus propios cuerpos estables responsables de una producción regular. El cambio fue verdaderamente radical, y acabaría por convertirse en uno de los principales activos del Colón, reconocido internacionalmente por una capacidad de generación de recursos artísticos propios que se fue consolidando a lo largo de la historia, con la presentación de producciones locales en salas de Europa y América Latina.

A la creación de los cuerpos estables, le sucedieron la incorporación de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires –por entonces aún con el nombre de Orquesta de la Ciudad de Buenos Aires, creada en 1946–, que se estableció en el Colón como su sede oficial en 1953; la creación del Instituto Superior de Arte del Teatro como espacio de formación de artistas en 1959 –con el antecedente de la Escuela de Opera fundada en 1937–; la Opera de Cámara (1967) y la Orquesta Académica (1995). Sin olvidar, desde ya, al Centro de Experimentación del Teatro Colón creado en 1990 por Gerardo Gandini: en apenas dos décadas, ese espacio fue responsable de algunos estrenos fundamentales para comprender el mapa contemporáneo de la música argentina.

Sería ocioso mencionar los nombres de los grandes artistas que pasaron por el Teatro Colón, sencillamente porque equivaldría a trazar el directorio completo de la música del siglo XX: desde los compositores que llegaron para presentar sus propias obras (Stravinsky, Richard Strauss, Saint-Saëns, Mascagni y Villa-Lobos, por nombrar algunos), hasta grandes directores (Toscanini, Furtwängler, Karajan, Böhm, Zubin Mehta, Claudio Abbado, Daniel Barenboim), pasando, desde ya, por los solistas instrumentales (Claudio Arrau, Rostropovich, otra vez Barenboim y Martha Argerich, que debutó en el Teatro en 1952, ¡a los once años!), los bailarines (Nijinsky y los Ballets Russes de Diághilev, Baryshnikov, Plissetskaya y las grandes figuras argentinas de la danza). Y, por supuesto, los cantantes (de Caruso a Pavarotti; de Plácido Domingo a Maria Callas), las estrellas más asociadas a una sala que, particularmente a partir de la década del 70, comenzó a recibir, cada vez con más frecuencia, a grandes artistas populares como la mencionada Mercedes Sosa, pero también a Astor Piazzolla, Luis Alberto Spinetta, Osvaldo Pugliese, Los Chalchaleros, Gustavo Cerati y Les Luthiers.

A su vez, que el Colón no se mantuvo al margen de los grandes acontecimientos políticos de la Argentina y del mundo lo prueban una serie de hechos, algunos dramáticos y otros más o menos curiosos. El atentado perpetrado en la sala el 26 de junio de 1910, durante una función de Manon de Jules Massenet es el primero de una extensa lista de episodios violentos en el Teatro. Es conocida la historia de la prohibición de la ópera Bomarzo, con música de Alberto Ginastera y libreto de Manuel Mujica Lainez, por el gobierno de Juan Carlos Onganía, una historia extraordinariamente documentada y analizada por Esteban Buch en su libro The Bomarzo affair.

Menos conocida es la historia de otra prohibición, esta vez por expreso pedido de la Embajada de los Estados Unidos, que exigió, durante la Segunda Guerra Mundial, que no subiera a escena la Madama Butterfly de Giacomo Puccini, en la que la heroína japonesa es traicionada por un marino norteamericano, para colmo con música de un compositor italiano que se permitía tomar a la ligera el himno de las barras y estrellas en el inicio de la obra. Madama Butterfly volvió a presentarse, finalmente, en 1949, una vez terminada la guerra. Hubo, desde ya, episodios más reconfortantes: en otro signo de los tiempos, el Teatro Colón ofreció por primera vez un descuento para estudiantes en el apropiado año de 1968.

Resultaría imposible, en el reducido espacio de unas pocas páginas, hacerle justicia a más de cien años de historia. En cuanto a la actualidad de la sala, cualquier juicio queda momentáneamente en suspenso ante la inminencia de la reapertura. Allí podrá el público juzgar, con sus propios ojos –y oídos– el presente del Teatro. Por el momento, el Colón reabre sus puertas esta semana, y eso es ya un motivo de alegría. Es, también, una extraordinaria oportunidad para preguntarse acerca de su futuro, para discutir cuál debe ser su identidad de cara a los tiempos que vienen. Sería un magnífico modo de honrar la riquísima historia de un teatro que es, qué duda cabe, un poderoso símbolo de la Ciudad de Buenos Aires y de la Argentina.

Fuente: Revista Ñ